Me
fastidian los amores inconclusos, las historias mal cerradas, el terco
amague de los finales, las prórrogas infinitas, los mensajes del buzón
de voz, los saturados de abreviaturas y faltas de puntuación, los
tiempos ajenos del Otro, sus tiempos, las arritmias del amor.
Me exasperan las dudas, las impuntualidades, las faltas de
ubicación, los restos de jabón en la bañera, los huecos desprolijamente
vacíos de los blisteres de medicamentos, la confusa sucesión de
trivialidades que arroja la ternura, los siempre, los nunca, los cuándo.
Me fastidian las escaleras sin pasamanos, las seis o siete cuadras
que te separan de un lugar al que sólo podés ir caminando, los
estacionamientos medidos, los carriles exclusivos, el amarillo de los
semáforos, las promesas, las visitas inesperadas, las muecas
indisimulables del desagrado que dibujan los regalos despersonalizados,
las injurias, los desdichos, los engaños.
Me fastidian las páginas dobladas de los libros, los
esquizofrénicos, los temerosos, la victimización, los pelos en la paja
de la escoba, los baños sin papel higiénico, los espejos sucios, el
líquido verdoso del fondo de la bolsa de la basura, el moho, el olor a
encierro, la humedad, los esquemas conceptuales del odio y el perdón, lo
previsible, lo evitable, el desconcierto.
Detesto las publicidades en que nieva y es invierno y hay trineos,
los cuerpos escuálidos de las modelos Dior, las dietas exhaustivas, los
gimnasios y sus exhibicionistas, los anabólicos y las anfetaminas, los
insomnios, los desvelos, los puntos suspensivos y la falta de mayúscula
después del punto.
Detesto planchar camisas y cortinas, reconocer el surco que deja el
dedo sobre la película de polvo que se extiende por los muebles, tirar
medio litro de leche el día de su vencimiento, limpiar la mermelada de
la tostada que fue a estrellarse en justa ley al piso, sacar los
insectos muertos que se acumulan en los portalámparas, caer en la cuenta
de los meses y sus días.
Me espantan los vendedores de fe, los enjuiciadores de doble moral,
los que cierran la ventanilla en los semáforos y mueven su índice al
compás negativo de sus sienes.
Se me hace difícil digerir el café instantáneo, los quesos sin sal,
la falta de escrúpulos, la sopa en que flotan cinco fideos en un sucio
caldo, el discurso soez de los jugadores de fútbol, la sílaba final en
que caen las eses y todo suena a sudor de vestuario.
Maldita sea la tinta y maldito el argumento de la mala literatura,
de los falsos poetas, de los bloggers de malas metáforas, de los
guionistas de programas de chimentos, de los motivos ocultos de la
hipocresía.
Maldito el sabor agrio de la nostalgia, de los amores imposibles, de
los abandonos, de las pérdidas de control y de sentido, de las
enfermedades crónicas, de las catástrofes y los desastres ambientales.
Malditos los desmoronamientos, los enamoramientos y la meteorología;
las cartas con impuestos y reclamos, las colas, los cajeros, los
burócratas, las alianzas.
Malditas las desgracias, las supersticiones, las malas crianzas; las
elucubraciones de los economistas, las financieras, los embates
fiduciarios; las herencias en discordia, los leguleyos, los
oportunistas.
Benditas las pasiones, los amores, los lutos por los vivos y los
muertos, el pan agazapado de la risa, el útero fecundo, la lactancia.
Bendito el almuerzo y la cena en compañía, las mesas con amigos, el vino, el paladar, las ocurrencias.
Bendita la manzana en la cartera, el tiempo de las nueces y la
parra; los buenos gestos de la prisa, las migajas, los manteles, la
harina derramada.
Bendito sea el encanto de no ser siempre los mismos, bendito sea el hastío y el tiempo de la nada.